Adiós, la palabra rota por excelencia, diferida, maldita, sin necesidad de ser pronunciada rebota una y otra vez destruyendo realidades, ahora fragmentos de desilusiones. Debe ser el olor a torrija que ya desencadena conciencias punitivas, que ya se vale de ellas para sacrificar una devoción que trasciende lo divino. Mea culpa, golpe de pecho, laceración del corazón si no entendiste mi amistad, si no la defendiste. No sacaré los guantes si tú no entras al cuadrilátero. No te preocupes, guardaré los momentos, las instantáneas sin flashes, iluminadas por el fulgor de lo espontáneo y lo genuino. Pero has incumplido todos mis mandamientos. Aquel que dice que respetaremos nuestros silencios para, después, pasar tardes enteras confesándonos secretos. Ese otro que manifiesta que yo seré tu ocasional refugio y tú, la imagen que me sirva de subterfugio. Sobre todo, este que jura que no te dejaré marchar de igual forma que tú no te irás. E, incluso con todo, no te despido aquí. Mi adiós nunca será un ultimátum.